Para algunas personas el riesgo es sinónimo de peligro, para otras representa una amenaza. En el caso de algunos inversionistas lo ven como la posibilidad de perder dinero en la bolsa o en algún instrumento financiero. Todas parecieran ser distintas caras de un mismo concepto, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de riesgo en inversiones? Cuando tengo que explicar este concepto me gusta asociarlo a dos términos: incertidumbre y dispersión. Y lo que ocurre es que, al menos desde la perspectiva financiera, el riesgo es la posibilidad de que el escenario que ocurra difiera de aquel que teníamos proyectado en un comienzo cuando evaluamos la posibilidad de hacer una determinada inversión o proyecto.
¿Por qué incertidumbre? Es común preguntarle a alguien, a quien uno intenta explicar el concepto, si es que le parece que es riesgoso lanzarse desde un avión en vuelo sin paracaídas. Al menos en términos financieros, esto no revestiría de ningún riesgo, porque el escenario final es cierto, el de un desenlace fatal, de modo que no hay incertidumbre al respecto.
¿Por qué dispersión? El cálculo del riesgo de un activo financiero es a través de su volatilidad, y se traduce como la desviación estándar de los retornos del activo en cuestión, en el intervalo de tiempo analizado. Mientras más alejados estén los distintos datos (potenciales escenarios) entre sí, mayor volatilidad se tendrá y cuanto más cercanos estén entre ellos, menor será la desviación estándar. Dado lo anterior, se tiene que: (1) Si los diferentes escenarios finales posibles están todos muy concentrados en torno a un mismo punto, tendremos poca dispersión y volatilidad, y por ende, un resultado que debiera diferir poco de lo proyectado; o (2) Si los diferentes escenarios finales posibles se encuentran unos muy separados de otros, tendremos entonces una estimación menos confiable de lo que terminará por suceder, lo que se traduce en que la dispersión será muy alta, habrá una volatilidad importante, y entonces aumenta fuertemente la posibilidad de que el escenario que se proyectó en un inicio sea muy diferente del que se plasme en la realidad.
Solucionado lo anterior, nos encontramos con ciertos problemas o ideas arraigadas que se pueden ir desmitificando. Por ejemplo, existe el concepto de que la renta variable es más arriesgada que la renta fija. ¿Es esto real? A “riesgo” de parecer una respuesta acomodaticia, la verdad es que depende. Aunque es correcto que las acciones son más arriesgadas que los bonos, es algo que no se puede generalizar. En general, se dice que renta variable es más riesgosa que la fija, entre otras cosas, porque en caso de quiebra de un emisor, los acreedores (bonistas) están más adelante en la fila que los dueños (accionistas) para recibir alguna devolución de lo invertido. En términos generales, también suele ocurrir que carteras más intensivas en renta variable tienen volatilidades mayores que las que tienen una ponderación mayor en renta fija. No obstante lo anterior, resulta claro observar que las acciones de una compañía importante, de alta capitalización bursátil y presente en una industria estable, representan una inversión menos arriesgada que adquirir bonos de una compañía que se encuentra atravesando por algún tipo de estrés financiero y que hace que tenga una clasificación crediticia más baja, o que definitivamente tenga carácter especulativo, no tenga grado de inversión o revista el carácter popularmente conocido como “bono basura”.
Otro mito podría ser el que una cartera que solo tiene renta fija no podría perder dinero. Los bonos también transan en mercado secundario aun cuando ofrezcan una tasa fija de intereses como recompensa a quien invierte en ellos. Por ende, puede producirse la situación de que se venda un bono a un precio más bajo del que fue comprado, y esto no logre compensar los intereses devengados. Lo anterior refleja que los bonos también tienen riesgo, que debe medirse y ponderarse al constituir una cartera de inversiones.
Según lo anterior, la medición del riesgo de una cartera, y cómo éste se relaciona con la tolerancia a la volatilidad de cada persona se vuelven algo un poco más complejo que simplemente analizar cuánto de renta variable tiene una cartera. Se necesita de un trabajo más preciso, como nos hemos dado cuenta, depende del tipo de activo, de quién es su emisor y cómo responde a diferentes situaciones de mercado. Cuando se construye una cartera de inversiones, podemos enfrentar el problema de una manera muy interesante, como por ejemplo el medir cuánto riesgo se es capaz de tolerar, y en base a eso configurar la composición del portfolio de modo que, respetando esta restricción, y ocupando este “presupuesto máximo de riesgo al que enfrentarse”, se pueda maximizar el retorno esperado. El cálculo del riesgo es entonces, un elemento clave, no solo para no pasar malos ratos con activos más volátiles de lo que uno sea capaz de tolerar, sino que también, para construir carteras cuyos resultados nos permitan alcanzar nuestros objetivos de inversión. Para esto, contar con una correcta asesoría puede hacer una gran diferencia.